Es una noche fría y de lluvia. Demasiada tentación. El invierno recién empieza, sí, pero con los quilombos del clima uno nunca sabe cuánto va a durar. Aprovecho esta para poner un disquito de los iracundos. Ay, debo ser una reencarnación rápida de una chica provinciana de los 60... si no cómo se explica que poner los iracundos me transporte de esta manera, si podría jurar haber llorado con puerto mont, sobre una almohada con olor a old spice comprado a escondidas en el almacén, vertido sobre la funda y el cuerpo, el perfume de aquél de mis desvelos.
Esto de adolescentes muertas me recuerda una historia que me sacó el sueño muchas noches de mi tierna infancia, esta sí, la infancia, en los 70.
Mi paseo favorito del domingo era ir al cementerio. El cementerio de mi pueblo es un sitio hermoso, no sé cómo, pero siempre brilla el sol sobre un cielo maravillosamente azul, y ahí nomás, donde termina la última hilera de tumbas, las vacas pastan.
El itinerario era siempre el mismo. Antes que nada la tumba de mi abuelo Antonio, a quien no recordaba porque había muerto cuando yo tenía 3 años, pero que, en las historias que contaba mi madre, aparecía como un hermoso hombre europeo (era argentino, pero de padres suizos y con eso alcanzaba) que leía a Jules Verne luego de las agotadoras tareas de peón de campo. De Antonio y sus padres que estaban cerca, íbamos a la tumba de Manuela, la madre de mi abuela Siomara. A ella sí la recordaba bien, Manuela la del pelo violeta y el costurero de mimbre lleno de hojas de eucalipto que para ella eran billetes. Manuela tenía su propio árbol de dinero en el patio, bendita sea, quien no quisiera algo así. De ahí a otros vejetes muertos que no sabía quiénes habían sido. Y caminar varios senderitos hasta llegar a la tumba de la madre de mi padre. A quién él tampoco recordaba porque murió cuando era chiquito. Me impresionaba que su tumba estuviera toda azulejada de negro. Como si fuese un baño moderno.
Cumplidos los muertos familiares, venía lo más divertido que era vagar entre los muertos anónimos, saber de ellos lo que decían las lápidas, los mensajes, inventar el resto.
Cerca de los baños, que están a la entrada, se habían empezado a construir los nichos. En estos condominios de cadáveres, enfrentados, estaban los dos cuerpos de mis desvelos. Él, de 20 años, muerto en un accidente automovilístico. Bello en su foto de la Libreta de Enrolamiento, la foto más reciente, seguro, con unos ojos claros y lánguidos que algo anunciaban, que viéndolos de muerto, aventuraban el destino aciago de su dueño. En la pared de nichos enfrente, en diagonal, pero si uno miraba bien, mirándose a los ojos las dos fotos, ella, su novia viuda, muerta poco después, de una tremenda enfermedad. Hermosa también, ella, llena de vida, lista para parir todos los hijos que él le hubiese engendrado. Por supuesto, fue mi madre quien me advirtió del detalle de las fotos y me contó la historia, que no es más que lo que les cuento ahora, que eran novios y él se murió en un accidente y a los pocos años murió ella, soltera, y los vinieron a enterrar de este modo, casualmente, mirándose casi de soslayo, congelados para la eternidad. Ah, pero cómo flasheaba yo con esa imagen, la más romántica, creo, que experimenté en la vida. Una tensión erótica atravesaba el estrechísimo pasillo. Esos dos muertos, rabiosamente jóvenes, eran un despelote de sensualidad en el cementerio, se comían con la mirada, se accedían carnalmente si esto pudiera ser posible para un atado de huesos. No lo entendía así entonces, claro, pero esa debía ser la vibra que me hacía volver a sus tumbas cada domingo. Niña cabeza hueca nada más esperaba ser grande y enamorarme de uno que se muriese y morirme enseguida y que nos entierren de ese modo.
Hace frío ya, amigos... hace varias mañanas que espero el colectivo mal cantando esta canción porque no me sé la letra. Hilda Lizarazu hizo una linda versión hace poco, gastada por una serie chic lit de polka, pero bueno, está bien, Hilda también tiene que pagar el alquiler. Pero escuché su versión por primera vez en el progama de radio de Víctor Hugo y la recordé enseguida cantada por Los iracundos. No encontré una versión potable de ellos en youtube, pero los dejo con esta de una tana que se llama Nada (buen chiste para los misóginos) y que bien vale bailarla apretaditos, calentándonos hasta los tuétanos, olvidándonos de la gripe y todo eso.
http://www.youtube.com/watch?v=7UXjS430JBw&feature=related
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2 comentarios:
A bailotear que se acaba el mundo (me encanta visitar cementerios ahí a donde voy)
yo también visito cementerios y hasta encontré en el mismo de Ginebra donde está Borges, dos tumbas: una con mi apellido, otra con la de mi pareja. No son muy habituales y allí los enterrados rondan el centenar, así que la coincidencia es mucha.
Notable la anécdota toda, aún más la de los novios viudos.
Un abrazo
Tengo el libro de tu compañero al lado de mi cama.
Agradecido.
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