miércoles, 1 de abril de 2009

Cuando me muera quiero que me toquen cumbia

Vengo de leer este libro de crónicas de Cristian Alarcón. Aclaro que desde hace tiempo no puedo leer si no cuentos, cualquier historia de más de 10 páginas me agobia de entrada. Hace un montón que no leo una novela. Pero cayó el libro de Alarcón en mis manos y no pude soltarlo. Recuperé el gusto de leer en el colectivo algo que me atrape tanto como para no estar cogoteando por la ventanilla cada dos o tres cuadras y termine pasándome siempre la parada.

Cuando me muera, como lo dice el subtítulo, es una historia de la vida de pibes chorros después de la muerte del Frente Vital, otro pibe chorro, fusilado por la policía, devenido mártir y santo para sus pares vivos que, antes de los atracos, le llevan ofrendas a la tumba y le piden protección contra las balas enemigas.

El libro se deja leer como si fuera una novela, una historia del far west moderno. Es que uno se deja seducir por la prosa ágil y directa de Alarcón a la que no le faltan momentos poéticos, para nada ficcionales, que derivan de las vidas que se cuentan. La historia de Matilde, la madre de una banda de pibes chorros que, de adolescente, se escapa de su casa y cae en un campamento de gitanos; un gitano se enamora de ella y quiere casarse (es así con los gitanos, el matrimonio no se puede evitar si uno está realmente prendado), entonces debe huir otra vez, una amiga gitana la acompaña, no son chicas que quieran atarse a un hombre y un mandato, se refugian las dos en la casilla de unos amigos en el Tigre, una noche hasta allí llegan los gitanos a buscarlas, Matilde escapa de nuevo, su amiga no tiene tanta agilidad o tanta suerte... según como se mire pues Matilde terminará acollarada a un hombre que es bueno al principio pero después terminará siendo como todos los hombres de esta historia: encantador primero, mujeriego y golpeador enseguida. O la historia de la Mai umbanda de la Villa, Marga, descendiente de una estirpe de delincuentes: sobrina de un contrabandista, esposa y madre de chorros con códigos, protectora de ladroncitos que, una vez al día, se pone su pollera floreada y es tomada por la Africana, una entidad que habla en dudoso portugués y es la mediadora con la muerte villera, degollando gallinas y haciendo ofrendas a Ogún que no es otro que el mismo San Jorge, protector de la Policía. Y la historia de Nadia, la chica de clase media que creció en una casa linda en San Fernando, con un padre con trabajo y buen pasar al que un buen de día de estos le empezó a ir muy mal y terminaron todos hacinados en la Villa; Nadia, la hermana de delincuentes que, visitando a uno de sus hermanos en la cárcel, termina enamorada de Mauro, el padrino del Frente Vital, el que le enseñó los códigos, quizá, Maurito, el último baluarte moral de la delincuencia antes del menemismo. El Mauro, un muchacho hermoso deseado por todas las mujeres, que salió de la cárcel portador de HIV y la arruinó a Nadia para siempre cuando dejaron el forro para buscar un nene. Nadia no se lo perdona y nunca podremos entender si sigue con él por desprecio o por amor. Y la madre del mismo Frente, que trabaja de seguridad en un supermercado, que muchas veces le pidió a la policía que se lleve a su hijo para escarmiento, que confió en la misma ley que, cuando pudo, lo mató como a un perro, desarmado y con los brazos en alto, entregándose.

Las mujeres son una parte fundamental en esta historia: son las que amparan, las que protegen, las que denuncian, las que en un momento buscan apoyo en la policía y, finalmente, desengañadas, con el cadáver fresco de los hijos entre los brazos terminan enfrentándose a los uniformados. Y son también las que engañan y traicionan: los pibes chorros son pasionales y románticos, se dejan enredar por las polleras (los jeans ajustados) de las chicas que acaban siendo verdugas, entregadoras: los pibes se cagan a tiros por una chica: por qué no? El futuro es tan improbable que un puñado de balas por amor o por desengaño es, tal vez, la muerte más dulce.

En un capítulo del libro, Alarcón está sentado a una mesa tomando mate con las novias del Frente: todas lo quisieron, todas lo odiaron cuando rompieron el noviazgo; ahora son todas viudas en cierto modo. Cuentan anécdotas del novio y todas se ríen. Hay una, María, que lo dejó mientras estaba preso, por su amigo Chaías y tiene dos hijos con él: es la que, al parecer, sigue enamorada. Pero todas hablan de una que fue el verdadero amor del Frente, una chica que se fue a vivir a Concordia (tal vez esté inventando lo de Concordia, era un lugar de Entre Ríos, pero me acordé de El pibe de los astilleros, de los Redondos y cabe), pues bien, parece que esa linda damita fue la que encarceló el corazón del santo. No dejo de preguntarme si ella sabrá lo que fue de el Frente; si sabrá que aquel noviecito que tuvo en su paso por el Conurbano está muerto y es prácticamente un santo y hay un libro dedicado a contar sus andanzas. Me pregunto si, de saberlo, le importará. Supongo que sí: no todos los días nos toca haber sido la novia de un mártir. Quizá es mejor que no lo sepa. En una de esas está casada con un hombre que no quiera saber nada de eso (¿cómo se compite con un Frente en el prontuario amoroso de tu esposa?). En una de esas es mejor que no lo sepa, que no se entere que el corazón atravesado por la bala llevaba todavía su nombre (¿cómo se lidia con eso?).
Me fui por las ramas: es que este libro me ha gustado tanto que quisiera contarles todas mis impresiones. Me ha gustado y desanimado al mismo tiempo: esto que cuenta Alarcón es de verdad: lo puedo leer desde la incierta comodidad del asiento del 96, lo puedo leer como una novela pero no soy idiota...
Cuando vi la película La virgen de los sicarios (no leí la novela), le pregunté a una amiga colombiana cómo se podía vivir así. Era el 2001. Ella me dijo: uno se acostumbra. Y es verdad: uno se acostumbra.
Busqué esta canción "Cuando me muera quiero que me toquen cumbia", que es la que escuchó el mejor amigo de el Frente, en la cárcel, cuando le avisaron que había caído su amigo; la busqué en you tube y no la encontré: si alguien sabe dónde que me avise, me gustaría escucharla.