(fragmento de texto de la más genuina vocación iracunda. leído en las postrimerías mantianas del 2006, junto a un magnífico relato de selva almada, cercados por una tranquera constelada de pequeñas luces en vaivén y final a todo los iracundos con el imbatible opus "corazón de roca"; claro, ése de la paloma hervida.)
Ubico el comienzo de este relato entrados los siete años. Salvo ésa, suelo recordar muy bien cómo era la ornamentación de mis tortas de cumple. La de los 9 por ejemplo, tenía un jugador de Boca con los puños en la cintura y la pierna derecha apoyada sobre la pelota. Una figura de yeso bastante horrible, en la que como de costumbre no coincidía la hechura de los rasgos con la pincelada que daba color a la cara, montada sobre una empalizada de chocolate negro, brillante y liso, un templado perfecto que era un orgullo tal vez demasiado altanero de mi mamá frente a sus competidoras: las otras mamás.
El delantero xeneize, que yo mismo había pedido, era un intento desesperado y mentiroso de mi parte, nunca me gustó el fútbol y tampoco me importaba demasiado pero ¿quién no hubiera querido tener la trayectoria elíptica, límpida en el aire soleado, como esos balones disparados al gol, de uno de esos niños crecidos a Nesquick y a milanesa en los barrios porteños durante los setenta?
Hace poco fue la entrada a la primaria, la crueldad se hace institución en uno de los edificios frescos, llenos de pasillos como galerías de museo de Ciencias Naturales, que mandó a construir Perón y que, para desgracia de tantos niños, llamaron Virgen Generala. ¿Es posible más perversión? ¿Puede un niño concentrarse en sus quehaceres escolares bajo la muda imposición de una mujer entrenada en decir no y a la vez comandante de un ejército de varones que lo único que quieren es penetrar la carne con sus sables?
Yo sí, sí pude. Más o menos hasta mitad de sexto pude.
Fui un alumno sino brillante, destacable, hasta recuerdo con gusto la clase que tuve que preparar ese año sobre mitología egipcia y el dios que se hacía lluvia para fertilizar a esa doncella que le daría un niño héroe.
La maestra Blanca, con el pelo rojo y los labios como de haber besado el núcleo mismo de la escarlatina, se admiró: ¡muy bien López! rememoro ahora como uno de los últimos grandes éxitos de la alta niñez.
Cierto es que en esa época yo no era uno de esos, en los años de la infancia no fui un niño, como si la pregunta no pudiera ser ¿quién soy? si no más bien ¿qué fui en mis años mocitos?
Para mi primer septenio yo ya había visto una película inolvidable sobre la rosa azul, había ido al jardín de infantes Peter Pan, y me había devorado los pebetes con dulce de batata macerados bajo el sol, en el efecto invernadero de los bolsos de cuerina, que nos daban en esa colonia de vacaciones de Belgrano. Ya era un educando egresado de preescolar de Summa, el colegio de la gran educadora Martha Salotti, en la hermosa calle Yerbal sembrada de esos machos prepotentes que son los plátanos y ya mi salita había sido foto de tapa de un libro de cuentos de la directora del colegio.
Para ese entonces ya había comido tarteletas de frutilla en Steinhauser, me había comprado un pantalón de felpa roja y una camisa de broderie en James Smart y había simulado trabajosamente disfrutar las mentas de Harrods, una golosina diseñada para el agrio paladar de la reina y de los adultos ingleses. Ya me había despedido entre amargos sollozos de mi saquito marrón con botones dorados y de mi trajecito celeste para ir al doctor, me había levantado a las seis de la mañana por el sólo capricho de acompañar a mi madre a la feria sobre la calle Planes y ya conocía bien de cerca el terror: los inmensos cuadros con escenas de nocturna tempestad marina de la sala de espera del homeópata.
La tarde de la rosa azul, después del cine, mi mamá me llevó al piso 24 del Sheraton: un triple de pavita cortado en triángulos, con banderitas de países tercermundistas, mientras yo alucinaba frente a un sol que ahogaba de tanta ventana, sentadito en lo que iba a ser el hospital de niños de la película más psicótica del cine nacional.
Para ese entonces ya era adicto al Delifrú en sus inigualables versiones de tomate, de damasco y de pera; sin embargo la adicción es el lujo de los que pueden evadir el soviet materno y logran costearse el vicio mediante el peculado familiar o el robo a mano armada. Inútil a esa altura para ambas cosas, mi perversión se reducía a un estado permanente de desesperante abstinencia y la añoranza de esas botellitas pequeñas llenas del néctar viscoso y tan, tan dulce...
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3 comentarios:
Pero que lo veo frente a los triangulitos en el Chératon y me mata de ternura
saludos, iracundos
se murió pavarotti; también bergman, visconti, la angela channing y paro de contar, así que la melancolía me ataca la garganta como un perro ciego y hambriento...casi no puedo soportar acordarme de los delifrú olvidados, con papel metálico de colores...eran esos?
sí emma, esa debe ser la única vez quel cheratón me pareció un flash.
cacho: por lo que sé visconti ha vuelto a morir según tu crónica. dios no permita, uno de mis preferidos, sin dudas. los delifrú eran unos jugos maravillosos, en una botellita toda así con el marbete como un rombo. no recuerdo si era en papel metálico. en fin, hay cosas para las que el pasado ha sido irreductiblemente mejor: los delifrú no existen más y a Cepita hace unos años la compró la coca cola. ¡qué bochorno!
saludos a tuitos!
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