miércoles, 27 de mayo de 2009

Cómo ser una buena ama de casa

Este fin de semana largo fui a la casa de mi madre. Hablando de bueyes perdidos me dijo: encontré tu libro, te acordás, el de las amas de casa?!
Cómo encontré?!
Sí, pensé que se había perdido.
Cómo perdido?!
No había pensado en años en ese libro pero lo creía cobijado en el seno de mi casa materna! Cómo que perdido?! repetí ofendidísma.
Bueno, no sé, no aparecía, pensé que en algún momento lo ibas a reclamar. (Yo soy de esas que alguna vez recuerdan un paraíso perdido y lo reclaman.)
Justamente, lo quiero ahora mismo.
Estábamos a la medianoche en el dormitorio haciendo lío con mi hermana y Gotita (que es su hijo y mi ahijado y el nieto de mi madre y nos tiene a las tres locas perdidas). Bajó mi madre las escaleras y volvió con el libro. Tan lindo como lo recordaba. Qué placer.
Susana, la protagonista del libro, que tenía un par de amigos negros y organizaba reuniones divinas en su casa. Te enseñaba de todo: armar una mesa navideña, tortas riquísimas, un guiso pulenta para el invierno, y hasta a hacer unas bolsas preciosas para guardar la ropa interior.
Fue una dicha recuperar ese libro que ni siquiera sabía perdido. Creo que todavía puedo aprender un montón de cosas releyéndolo.
Sin ir más lejos al día siguiente le dije a mi madre que me enseñara a hacer una pasta flora. Mi hermana al instante me dijo: si ahí en el libro tenés la receta. Y tenía razón. Susana, la amiga interracial, da una receta súper simple, como para que la haga una chica de 10 años!
Lo hojeé esa noche, todo era como lo recordaba (por qué me había olvidado de ese libro, por dios?!) y lo metí en mi bolso de viaje. Mi hermana me miró esquiva: te lo vas a llevar, dijo. Es mío, no?, dije. Antes de guardarlo miré la contratapa: había un montón en la misma colección: cómo cuidar a los hijos, como cuidar el jardín, cómo confeccionar ropa. Me sentí desamparada. Quizá de haber tenido la colección completa hubiera sido una chica normal.

domingo, 10 de mayo de 2009

Un relato de sexo salvaje



Elegí la silla que pude. Cuando llegué la reunión había empezado y estaban todos ubicados, ya era tarde para encontrar un lugar estratégico que permitiera una entrada gradual al ágape sorpresivo.
Esa misma tarde había recibido un mail de invitación y la sorpresa me dejó claro que no podía desatender el asunto ni excusarme en ningún no tengo lo qué ponerme.
Pues compré vino y fui. Ya en el viaje me di cuenta que me había puesto una chomba color arena y ése signo me deschavó ante mi mismo: cuando me enfrento a una situación de arenas movedizas me visto de nardo. El artículo chomba pertenece al mundo real y el artículo mundo real pertenece al estante más freak de la oficina de objetos perdidos del Ferrocarril Nacional de Burkina Faso.
Cuando finalmente me senté quedé en el lugar acostumbrado: una esquina de la mesa que estaba demasiado expuesta pero a la que a la vez, por la dinámica que se había impuesto en la charla, todos le daban la espalda. Al principio nadie se movió y eso un poco me tranquilizó, era lo esperable: sigo siendo invisible aunque quedo expuesto en el rincón, un tramo de Siberia que sigue iluminado por el único foquito puto que resiste la presión del frío. El rincón iluminado al que caigo desde siempre sin querer y sin poder evitar el magnetismo.
Cuando empezamos a comer me sentía bastante más cómodo de lo acostumbrado, la invitación me había conmovido y trataba de estar a la altura de las circunstancias sin exagerar nada. (Esa es una inusual donación al mundo de mi parte.)
Supongo que la misma comodidad hizo que las espaldas se movieran para ofrecerme sus flancos, de modo que quedé integrado, presidiendo la contra cabecera de la mesa, como en un contra comando al que también caigo por un imán que no sé quién mierda me pegó al nacer y que, si fuera por mí, ahora estaría pegando el teléfono de una remisería a la puerta de la heladera.
Supongo que el tinto fue el dulce socorro, el habitual ejército de salvación en las reuniones, y que mi estratagema de generar un terreno incierto (que nadie logre confirmar si hablo en serio o estoy chisteando y patear el tablero cuando alguien parece haberme descubierto) estaba funcionando.
La velada cobraba ritmo y en algo me hacía acordar a los asaltos de los trece, al son de Rockollection de Laurent Voulzy, (un disco que entonces me arrasada el porvenir de angustia porque no confiaba en que algo pudiera superarlo).
Todos parecíamos entregados a un suave tonteo y conocidos y desconocidos participábamos con idéntico handicup. La estoy pasando bien, me dije.
Comimos ceviche, uno de mis platos favoritos, y hacia el final del bocado alguien propuso jugar a la botellita.
Tres décadas después participaba del mismo juego que me producía el mismo encanto, el mismo espanto, la misma inadecuación y tres décadas de terapias diversas después, me descubría en el mismo lugar interno, con los mismos pensamientos melancólicos, las mismas fantasías de entonces y espantado.
La puta punta de la botellita se detuvo delante de mí y tuve que besar al poeta señalado por el otro extremo que era el homenajeado de la noche: apenas nos rozamos los labios como para zafar de la obligación y el desencanto general se hizo notar con murmullos contundentes.
La puta punta de la botellita no me volvió a señalar, ni tampoco el culo, en toda la noche; pero en un momento, una de las señoritas (como una Soledad Silveyra en Quiero besarlo señor) se levantó, cruzó el comedor, llegó hasta mí y dijo que iba a besarme.
Fue estupendo. Una abrasadora pasión desató mi boca y me sentí el rubio pelilargo de una de esas tapas de novela rosa que se venden en los Wall Mart de Oklahoma. Disfruté como pavo al tiempo que la concurrencia se recuperaba de la tibieza anterior y expresaba su entusiasmo con exclamaciones aprobatorias.
El juego, justo cuando parecía empezar a ponerse bueno y generar consecuencias que implicaban un allende la noche, se diluyó en el océano abúlico de una charla desprolija que incluía tópicos más maduros: recuerdo que alguien hablaba de cine y que otros se trenzaban en lo esperable.
Pero en un punto ésa fue mi noche de suerte, casi lo más salvaje que recuerdo: otra de las chicas se levantó, se sentó a mi lado y como la sirena desairada del video de Sade me dijo: nadie me besó, quiero besarte.
La concurrencia amodorrada otra vez pareció festejar el evento delicioso pero rápidamente volvió a lo suyo y cuando terminó mi participación Melody con las chicas me dediqué a pensar estrategias de pliegue y repliegue; alguna frase más o menos ocurrente que me permitiera participar de una charla sin sobresaltos.
En medio de eso, una conversación animada y sin demasiadas expectativas, el chico lindo de la noche (sí, había un chico lindo esa noche) me dijo entre carcajadas y como una especie de piropo lavado de toda intención: ¿vos sabés que no sos normal, no?
Gracias encanto, pensé en contestarle, gracias por recordarme que mi vida es mi vida y que el puto de Solondz debe estar escondido, cámara en mano, para acumular material para su repisa de aparatos pasibles de celuloide.
En realidad, yo hubiera seguido el juego de los trece y hasta hubiera besado a todas y a todos con tal de que en algún momento la botellita me señalara otra vez y señalara al chico ése; el único chico que me pareció lindo y bueno en los últimos ¿40 años?


Este no soy yo. Es Todd Solondz adolescente.